Hay una cadena de imbecilidades que desembocó en la muerte de 51 personas.

Obviamente la empresa tiene una gran parte de culpa, pero hará todo lo posible por inculpar al maquinista.

El maquinista, por muy bueno que sea, si no puede frenar con sus superpoderes a un tren al que no le funcionan los frenos, lo correcto era que se negara a arrancar.

Por último [y peor], el personal de cada estación y los maquinistas se comunican con un controlador del tráfico en las vías, y este puede decidir terminar el viaje si le avisan que un tren se pasa de largo cuando intenta detenerse en una estación ["frenos largos" en la jerga ferroviaria], o más simple aún, enviar al tren por la ruta subterránea, apretando apenas un botón. El choque se evita simplemente porque la vía subterránea no termina en la estación de Plaza Once, pudiendo frenar todo lo "largo" que quiera, sin chocar contra nada.

Los aviones y los trenes tienen sistemas de seguridad superpuestos, o redundantes, y hasta en exceso, que implican costos que alguien siempre querrá evitar. El sistema se vuelve peligroso si la persona responsable de asignar el presupuesto para seguridad, y la persona que reparte [o toma] las utilidades de la empresa, resultan ser la misma.

Cualquier sistema es tan vulnerable como su eslabón más débil. Los ingenieros lo saben, pero parece que la multitud de abogados y sindicalistas que ponemos en el Congreso no lo saben, o no les interesa ponerse a escribir las simples leyes que regulen las responsabilidades en todo tipo de empresas que por negligencia puedan poner en peligro la salud, o hasta la vida, de sus usuarios.